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Si el fin del mundo efectivamente llegase el 21 de diciembre del 2012, Roland Emmerich podría morir tranquilo sabiendo que logró su misión en la vida: crear la máxima película de desastre, que probablemente nadie, nunca, podrá superar.

Cualquier catástrofe imaginable está presente en 2012: volcanes, terremotos,  tsunamis, naufragios y un largo etcétera al que sólo le hacen falta invasores extraterrestres y un cameo de Godzilla. Por supuesto que la cinta es absurda, predecible, patriotera, sentimentaloide y llena de posicionamiento de productos (aparentemente Vaio es la única laptop que funcionará en pleno apocalipsis, y para morir con estilo, nada mejor que a bordo de un Bentley), pero nada de eso importa ante la abrumadora cantidad de escapes de último momento, muertes gratuitas y momentos de absoluta adrenalina, para ese morboso niño interno que debe ser dejado en libertad para disfrutar este gusto culpable sin intelectualizar sus incontables deficiencias y reírse con él y de él. ¿Para qué retorcerse ante las múltiples frases cursis que son recitadas entre las alucinantes secuencias de acción? Es mejor aceptarlas porque como espectáculo, el resultado final bien vale el costo del boleto. El sol, villano de la reciente Presagio, vuelve a hacer de las suyas, y los neutrinos que emite están desestabilizando la corteza terrestre de forma que no quedara nada sobre la superficie… vaya, no quedará ni siquiera superficie.

Chjwetel Ejiofor es el científico que sirve como voz de la consciencia en el plan de los gobiernos por salvar a la humanidad, mientras John Cusack interpreta al padre fílmico por excelencia, que ama a su familia pero cuyos defectos lo han obligado a separarse de ellos. Alrededor de ellos giran otros personajes de cartón cuya supervivencia o muerte es parte del show. No es spoiler decir que, al final, habrá un rayo de esperanza, y todos se tomarán de las manos como si fueran hermanos. La única pregunta que queda es, ¿por qué carajos no la hicieron en tercera dimensión?

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En la mejor tradición decembrina, la historia más recreada en el cine llega una vez más a cartelera, pero en esta ocasión en manos de Robert Zemeckis y en 3D. El cuento navideño, ya bien conocido por todos, está más fielmente adaptado que nunca; y a pesar de que en el 90% de la cinta esto es un acierto, hay un 10% en el que no resulta tan afortunado, ya que el ritmo se puede sentir lento e incluso cansado. Y por otro lado, en entregas anteriores siempre fueron sutiles tratando el tema del fantasma de la Navidad futura, nunca mostrando a la muerte como tal. En este caso, resuelto de una manera elegante e ingeniosa con sombras, no se escondieron y pusieron al personaje en todo su esplendor; haciendo que el filme tenga momentos genuinamente aterradores, lo que no la hace precisamente apta para menores.

Sin embargo, esto no le resta calidad a la cinta, la cual está impecablemente dirigida y realizada. La animación te quita el aliento: el juego de texturas, la utilización de motion capture que hace evidente tanto la presencia de Jim Carrey –en ocho personajes, incluyendo al avaro y amargado protagonista–, como la de Gary Oldman, quien interpreta a Bob Crachit, Marley y Tiny Tim. Por primera vez desde el boom del Tru 3D, se siente un verdadero cambio, ya que la cinta logra el equilibrio perfecto entre simplemente tener volumen y profundidad y sentirse inmerso en la pantalla. Lejos de usar los viejos trucos para sorprender, sintiendo que las cosas “vuelan hacia ti”, verdaderamente se aprovecha este formato para incluir al espectador en la trama. Además, como el mismo Zemeckis lo dijo: “La animación te permite dirigir sin respetar las leyes de la física”, y vaya que lo hizo. Un juego de cámaras mágico e impresionante que lleva los límites del género animado a otro nivel.

CALIFICACIÓN:

8

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